En medio de la crisis abierta por la llamada “repartija”,
conviene no olvidar el debate generado por la decisión del Tribunal
Constitucional sobre los bonos de la Reforma Agraria. En primer lugar, esta era completamente
necesaria y no un acto de abuso y despojo, como se ha escuchado decir
últimamente.
No era la primera reforma agraria. Una comisión presidida
por Pedro Beltrán la había reclamado finalizando los 1950; luego, el gobierno
militar de 1962-1963 decretó la primera reforma agraria para el valle de La
Convención; a continuación, el gobierno de Fernando Belaunde, con el voto del
Poder Legislativo, incluyendo al APRA y la DC, había aprobado una segunda
reforma agraria, en esta ocasión de validez nacional. Así, Velasco no inventó
la reforma agraria, sino que esta disponía de previo consenso.
Aunque, Velasco lo hizo radicalmente. No dejó ningún sector
inafecto, como había propuesto la ley de FBT, ni se limitó a un solo valle,
como había sido con los militares de 1962. Por el contrario, Velasco terminó
con la clase terrateniente expropiando sus haciendas y entregándoselas a los
campesinos. Este acto tuvo un enorme
contenido liberador y generó ciudadanía en el país. Se acabaron los pongos y
los siervos, aparecieron los trabajadores con iguales derechos que sus
patrones.
Ahora bien, la propuesta de Velasco era una utopía. Intentó
mantener la gran hacienda, creando cooperativas de enorme extensión, incluso
reuniendo varias unidades en una sola. Creía en las granjas colectivas, que la
experiencia internacional ha mostrado equivocada. No resultaron ni en Rusia ni
en China, tampoco en Cuba, menos en el Perú.
De ese modo, Velasco creó derechos ciudadanos al emancipar
al campesinado de la servidumbre. Pero, no supo forjar un sistema económico
alternativo a la antigua hacienda semi-servil. Lo suyo fue ilusorio. Además,
careció de tiempo. Para prender y funcionar, la granja colectiva ha requerido
apoyo sostenido del Estado. Mientras que, Velasco gobernó siete años, pero
desde entonces todos sus sucesores estuvieron en contra de su proyecto
político. Tanto Morales Bermúdez como Belaunde permitieron las parcelaciones
privadas, que acabaron con el sueño velasquista.
Velasco había creado la deuda agraria al expropiar la
tierra. La ley ordenaba que se pague en veinte años y admitía procedimientos
para acelerar el pago. A este procedimiento se acogió Dionisio Romero y su
grupo familiar. Acudieron al Banco Industrial y redimieron sus bonos,
comprometiéndose a invertir en industria, poniendo de su parte la mitad de la
inversión. Eran los términos establecidos por la Ley de Reforma Agraria. De tal
modo que Velasco creó la deuda agraria, pero no fue quien dejó de pagarla, el
caso de Romero así lo muestra.
Esta deuda fue fuente de numerosos conflictos en los años
posteriores a Velasco. Los campesinos no querían pagar, las empresas estaban
mal conducidas y no dejaban ganancia. El campo subvencionaba los proyectos
industrialistas en la ciudad y se estaba arruinando. El campesino de Velasco
fue libre, pero pobre. Continuó la eterna transferencia de recursos desde el
campo a la ciudad.
Por ello, comenzando los años 1980 dejó de pagarse la deuda
agraria. No fue una decisión gubernamental, sino una judicial. Le agradezco
esta información a Javier Valle Riestra, que prueba la verdadera
responsabilidad de Velasco en el entuerto que ha intentado ser resuelto por el
Tribunal Constitucional.
Sin embargo, la sentencia adolece de un vicio de origen. En
efecto, ha sido aprobada con el doble voto de su presidente, quien en el pasado
ha trabajado como abogado de uno de los principales tenedores, el Banco de
Crédito. En vez de inhibirse ha votado dos veces.
Así,
el Grupo Romero busca ser el único beneficiario de la Reforma Agraria. Primero
con Velasco, tocando la ventana correcta, que permitía redimir sus bonos con
indudable provecho. Ahora, con Óscar Urviola, decidiendo a favor de sus
antiguos empleadores.